EL bueno de nuestro ministro de Fomento, Pepiño Blanco, se nos fue a Londres a vender pisos. Ya saben que tenemos, más que un parque, un mundo inmobiliario muerto de asco diseminado por la geografía española. Y hay que encontrarles algún dueño antes de que esas bandas que trabajan más que nadie acaben de saquearlos y robarles lavabos, inodoros, cableado y carpintería metálica y convertirlos definitivamente en siniestras ruinas nunca habitadas. Por eso Pepiño se nos ha ido, sartorial como viste él desde que descubrió el mundo apasionante de la sastrería, a decirles a los británicos que no hay en el mundo sitio mejor para invertir sus ahorros que las costas levantinas y meridionales españolas. Lo cual es en principio cierto. Porque nuestro clima es de lo poco en este país que no han logrado estropear Pepiño y sus amigos, con el Atila de León a la cabeza. Y las infraestructuras necesarias existen desde antes y son muy decentes, con sus carreteras y autopistas y sus aeropuertos, sus bares y supermercados. Es más agradable leer en la vejez los resultados del cricket en la prensa inglesa en una playa de Estepona que hacerlo, como el espía Kim Philby en un parque de Moscú, a quince bajo cero. En ese sentido, el agente Blanco presentaba una oferta apetecible, sobre todo a la vista del hundimiento de los precios de las viviendas que se ofrecen hoy por el 50 o 60 por ciento de su precio original. Blanco se las prometía muy felices. Con eso de aparecer por la «City» londinense a vender productos emulaba a su jefe. Por ahí dicen vender España y aquí nos venden supuestos favores que Catar, China o la familia Pashton de Sussex nunca nos harían si no fuera por ellos. Lo del presidente es de traca. Dedica ahora su jubilación forzosa como líder socialista a viajar como conseguidor por el mundo, convertido en una especie de buhonero que, a todos los que se presten, pretende endilgarles partes de nuestro vapuleado sistema de cajas de ahorros, cachos de deuda, piezas de proyectos
nonatos, quincalla de todo lo poco que hay. Nuestro presidente se ha convertido en un chamarilero itinerante por el globo que vende todo en denodada busca de una noticia positiva que florecezca en la prensa amiga.
Pero Pepiño no contaba con que incluso para vender saldos se requiere un mínimo de reputación. Buena, se sobreentiende. Y nuestro ministro de Fomento vio cómo en Londres se le echaba encima su pasado, el propio y el de su Gobierno. Y es que siguen pensando que nadie tiene memoria y que a ellos hay que perdonarles todas sus tropelías. Ayer, ya en TVE vendiéndonos la burra a nosotros, decía que «había habido ciertos problemas« con el mercado británico. No, amigo, lo que hubo fue el inmenso atropello de vuestra ley de Costas, que con efecto retroactivo dejó a decenas de miles de propietarios británicos en el limbo jurídico. Esa ley de Costas que no afectó a la casa que Pepiño y otros chicos del PSOE se hicieron en la costa gallega, arrebató los derechos de propiedad a centenares de miles de pequeños propietarios de viviendas en el litoral. A los que se trató con brutal arrogancia, indignante indiferencia ante sus protestas y quejas y desprecio a auténticas tragedias causadas por esta ley injusta y abusiva. Los propietarios españoles tragaron. Es lo que la sociedad española lleva haciendo siete años. Pero los británicos, no. La prensa británica se lo ha recordado. La inseguridad jurídica que Atila, Blanco y su tropa nos dejan es una losa. Pena que sean siempre otros quienes recuerdan a estos insensatos sus desmanes.