Hay una crueldad que no grita, que no sangra a la vista. Es una crueldad de papel timbrado, de expedientes y de plazos. Es la crueldad de una sociedad que mira para otro lado mientras desahucian el alma de sus propios abuelos.
Hablemos de ellos. De esa generación que levantó un país de sus cenizas. Hablemos de esas manos, hoy temblorosas y manchadas por la edad, que en la España gris de la posguerra no supieron de descanso. Manos que amasaron pan, pero sobre todo amasaron ladrillos empapados en sudor y necesidad. Hombres y mujeres que construyeron su hogar como quien construye una promesa: con la ilusión de que el sacrificio, al menos una vez en la vida, tendría recompensa.
No conocieron las vacaciones. No supieron lo que era viajar. Resulta una ironía sangrante que muchos de esos abuelos, que levantaron su casa a pocos metros de las olas, jamás vieran el mar más que como el telón de fondo de su faena. El mar no era ocio, era el horizonte de una vida de trabajo. Y todo para qué. Para que ahora, 47 años después de que este país estrenara una Constitución que prometía justicia y protección, esa misma democracia les pague de la forma más canalla posible.
El verdugo tiene nombre: Ley de Costas de 1988. El ejecutor, un Ministerio (MITECO) que, con la frialdad de un cirujano amputando un miembro sano, traza una línea en un mapa y sentencia: "Esto ya no es suyo".
No nos engañemos. Esto no es un procedimiento administrativo. Es un acto de maltrato institucional. Es la confiscación de una vida entera. Aquella casa, comprada legalmente, construida bajo un plan urbanístico vigente, con cada permiso en regla, se convirtió de la noche a la mañana, por el capricho retroactivo de una ley, en una usurpación. El Estado les dice a nuestros abuelos que son intrusos en el único castillo que han tenido, en el refugio que construyeron con lágrimas y privaciones. ¿Qué clase de sociedad permite esta infamia en silencio?
Nos hemos convertido en una sociedad de memoria selectiva. Lloramos por ficciones en una pantalla, nos indignamos por injusticias a miles de kilómetros, pero somos incapaces de ver la humillación que sufren quienes viven en nuestra misma calle. Hemos normalizado que la palabra "ley" esté por encima de la palabra "justicia". Hemos aceptado que el "interés general" sirva de excusa para triturar el interés más básico del ser humano: morir en paz en su propio hogar.
Y en medio de este atropello, están los nietos. Les contamos cuentos sobre el valor del esfuerzo, sobre el respeto a los mayores, sobre la importancia de las raíces. Pura hipocresía. Porque lo que ven con sus propios ojos es la lección más brutal de todas: que el esfuerzo de tus abuelos no vale nada. Que el Estado puede robarte tu historia con una firma. Que la casa donde aprendiste a andar, donde celebraste las navidades, donde aún huele a la comida de la abuela, puede ser demolida por un concepto tan abstracto y cruel como el "Dominio Público Marítimo-Terrestre". Les estamos legando un solar de cinismo.
La sociedad de antes, la de nuestros abuelos, era una sociedad de sacrificio, de comunidad, de palabra. ¿Y ahora? ¿Qué sociedad somos ahora? Somos la sociedad que mira el móvil mientras a nuestro lado se comete un despojo. La que calla por comodidad. La que ha olvidado que un país que no honra las cicatrices y el sudor de sus viejos es un país sin alma, a la deriva.
La próxima vez que vean una de esas casas amenazadas, no vean una infracción. Vean un monumento al esfuerzo, un santuario de la memoria que estamos dejando caer. Porque cada ladrillo que se derriba no es una victoria de la costa, es la prueba de nuestra propia miseria moral. Es el eco de una pregunta que deberíamos hacernos todos, mirándonos al espejo: Si esta es la forma en que tratamos a quienes nos dieron todo, ¿qué nos queda?
La ley de Costas de 1988
Se suele atribuir la desaparición de playas al cambio climático y al aumento del nivel del mar. Sin embargo, estudios técnicos muestran una realidad más compleja: la causa principal es la falta de aporte de sedimentos.
El ciclo natural de formación de playas depende del transporte de sedimentos -arena y gravas- arrastrados por los ríos hacia la costa. Durante miles de años este proceso regeneró las playas de forma natural.
Hoy, presas, embalses y puertos bloquean este flujo: se estima que alrededor del 60% de los sedimentos ya no llegan al mar. El resultado es un litoral sin arena suficiente para mantenerse frente al oleaje.
El cambio climático influye, pero en muchos casos su impacto es secundario. Investigaciones en California y el sur de España demuestran que restaurar el aporte de sedimentos es mucho más eficaz que centrarse únicamente en el aumento del nivel del mar.
Aunque infraestructuras como embalses y puertos son necesarias para el desarrollo, alteraron gravemente el equilibrio litoral. Diseñados sin considerar la interdependencia entre ríos y costas, interrumpieron los ciclos naturales de sedimentación.
Esto afecta no solo a la morfología de las playas, sino también a la biodiversidad costera. Las dunas, que dependen de arena continua, desaparecen, aumentando la vulnerabilidad frente a temporales y erosión.
La Ley de Costas de 1988, que pretendía proteger el dominio público marítimo-terrestre, eliminó la propiedad privada de miles de viviendas costeras, muchas de ellas legales y consolidadas, sustituyéndola por concesiones administrativas solicitándolo, de 30 a 75 años, y siendo revocables en cualquier momento. Desde entonces, numerosos propietarios han visto cómo sus bienes eran convertidos en dominio público sin compensación económica.
Aunque la Ley pudo justificarse inicialmente en términos de protección ambiental, en la práctica ha derivado en un instrumento de despojo masivo. Hoy supone una violación de derechos humanos y un ataque al principio de justicia social.
El verdadero dilema no es elegir entre medio ambiente o propiedad privada, sino lograr un equilibrio que proteja ambos. Podemos tener costas limpias y sostenibles, sin sacrificar derechos fundamentales.
Europa nos recuerda que la propiedad privada es un derecho esencial. No puede subordinarse a políticas que ignoren la justicia social ni a normas que generen inseguridad jurídica. Es imprescindible que España adapte su legislación al marco europeo y garantice indemnizaciones justas, transparencia y respeto por las comunidades costeras.
No basta con ser espectadores: debemos ser protagonistas del cambio. Nuestras voces deben llegar a Bruselas para exigir una reforma de la Ley de Costas de 1988 que respete los principios europeos de equidad y protección integral.
Francisco Ros es presidente Asociacion en Defensa de Playas Norte de Denia (APNDenia)