Los medios de comunicación de Baleares, que nunca dieron voz a los afectados por la ley de Costas, que siempre celebraron una ley intervencionista, injusta, arbitraria e irresponsable, ahora sí se hacen eco de que un chico de Mallorca, un tal Joan Cirera, lograra ayer hacer oír su voz en el Parlamento Europeo. Tras ser ignorado por su ayuntamiento, por su consell, por su gobierno autonómico, por su gobierno nacional, con sus respectivos parlamentos, ahora reconocemos que es valiente por haber llegado a Europa y decir lo que aquí no queremos escuchar ni dejamos decir públicamente. ¿No deberíamos hacernos mirar que un tema como este se tenga que plantear en el Parlamento Europeo y que nadie más, ni siquiera los defensores de la propiedad privada lo quieran escuchar? ¿No deberíamos pensar qué nos pasa para no querer escuchar una queja legítima?
La ley de Costas, imprescindible en su mayor parte y, por supuesto, urgente en su filosofía de fondo, declaró en su momento que todo lo que estaba edificado en zonas urbanas a menos de veinte metros del mar y a cien en zonas rústicas, pasaba a ser del Estado. Así, de un plumazo. Da igual que sea una finca con mil años de historia o no. Da igual que sea una caseta para amarrar barcas de pesca o no. Y sobre todo, da igual que el ciudadano lo haya hecho todo legalmente, pagando los impuestos que el Estado le reclamaba o no. Tras esta expropiación, se permite a los funcionarios de Costas -y aquí viene lo más indignante- a que, de forma arbitraria, resultado en muchos casos de la mangancia, puedan determinar a quién dan una concesión administrativa por más o menos años para que, por su gracia, los que hasta entonces eran propietarios legítimos, puedan seguir disfrutando de sus casas, pero ahora como una concesión.
Mientras, estos mismos ciudadanos ven cómo el urbanismo ilegal sigue campando a sus anchas, cómo aparecen bares en las primeras líneas, cómo se construyen más y más puertos deportivos, cómo cuando el Estado quiere, la ley de Costas queda en el cajón.
Un atropello en toda regla que ha alarmado a Europa pero que en España no ha tenido el menor eco.